Otra vez. ¿Cuál es el motivo del encabezado de este post? ¿Es acaso un plagio rimbombante del titulo de la quien-sabe-que-tan-conocida obra de Gabriel García Márquez? ¿Son más palabras sin sentido de un seudo-adolescente en el Distrito Federal? Es probable. De cualquier forma léanlo, no sean malos.
Una disertación moral me complica la elección que tengo que hacer entre, contar alguna anécdota de aquellas que se suceden en esta monstruosa ciudad o simplemente aventarme un divague de cualquier aspecto de la vida diaria.
No me quiero estar quejando. Por ende no lo haré, simplemente me constreñiré a describir algunas facetas de la vida diaria.
Primer tema fundamental.
Convencer a alguien es por si mismo una perversión.
Independientemente de la dificultad que presenta el convencer, realmente motivar a creer, a cualquier persona con una ínfima cualidad racional, el hecho de intentarlo es una desviación de la polémica libertad del individuo. ¿Por qué me van a convencer a mí de algo que no quiero? En un mundo inmerso en el relativismo, cualquier imperativo personal es tan válido como el del prójimo (prescindiendo de la connotación cristiana de esta palabra); la búsqueda de absolutos no esta de moda, no aporta nada al desarrollo de sociedades que se atomizan para optimizar procesos, tomadas de la mano invisible de Adam Smith.Con la cantidad de información que esta disponible hoy en día, cualquier debate o confrontación de argumentos se convierte en una escalera tan estrecha y larga como aquella que existiere en la Torre de Babel. Llegar a una conclusión sería como destruir desde los cimientos toda la estructura del comportamiento postmoderno, soslayando la capacidad del hombre de evitar perder a toda costa.Si hoy en día cualquier persona lograra situarse por encima de alguna otra, aunque fuese en el plano argumentativo, estaría cometiendo un atropello a los Derechos Humanos y sería inmediatamente citado frente a la Corte Internacional. Bonita paradoja, la organización pluralista por excelencia inhibe las diferencias con una concepción “libertadora” de la sociedad.Mi verdad es tan verdadera, valga la redundancia, como la de Juan Osorio. Es más, mi verdad con respecto a un tema en el cual yo sea un completo ignoto es tan respetable como la del especialista digno de múltiples laureles. Esto siempre y cuando (a) nadie note mi estupidez (b) tenga el carisma suficiente para expresarla.En resumidas cuentas, porque habría yo de esforzarme por provocar un cambio en la mentalidad de mis semejantes; yo no se nada y ellos serán los únicos jueces de sus actos.
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