Nada...

La luz se cimbra sobre sus mejillas, de reojo alcanzo a notar una sonrisa. Me revuelvo por la cama mientras evito ver esa mirada tan inocente, alargo mi brazo hasta el taburete para tomar la taza, doy un sorbo a ese brebaje que en algún momento fue considerado café. Me dan ganas de vomitar; sin embargo, no puedo distinguir si es por la acidez de mi bebida o por las falsas esperanzas de encontrar el amor, ese afán de dejar este recipiente vacío que solemos llamar cuerpo para habitar en el corazón de esa persona. Buscar la calidez de su regazo y comprender, aunque sea tan sólo por unos segundos, cual es nuestro lugar en este mundo, dejar de buscarle un sentido a nuestra vida.

Con nauseas me levanto de esa cárcel y corro hacía el lago que se encuentra justo detrás de la cabaña. El agua se muestra fría y desafiante como una bala de plata, como una muñeca que no esta dispuesta a ser menospreciada, las montañas se proyectan sobre el reflejo, éste pareciera acabar con su altura de una vez por todas; se asemejan a pequeños montes intimidados por la profundidad de ese abismo tan exquisito.

El tiempo transcurre sin que yo me de cuenta de la caída del sol en ese foso, ahora negro, ahora eterno. Sara me saca de este estado, me abraza por detrás, me besa el pelo y siento como me invita a sentarme en la tierra para recostar mi cabeza en su cuerpo. Un jalón un tanto brusco pero su calor me convence de soltarme para siempre. De dejarme ir con su mirada y con el reflejo de tantas y tantas estrellas en sus labios, en su ser.